Texto del Pregón de las Glorias de María 2015

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La Hermandad de la Paz ofrece a todos nuestros hermanos y amigos el texto íntegro del XXXVIII Pregón de las Glorias de María que el pasado 28 de mayo de 2015 pronunciara Don Juan Miguel Vega en los Jardines de la Parroquia de San Sebastián ante la bendita imagen de María Santísima de la Paz. 

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XXXVIII PREGÓN DE LAS GLORIAS DE MARÍA

D. Juan Miguel Vega Leal

Hermandad de la Paz
28 de mayo de 2015
Sevilla

 

INTROITO

Dios te salve, Señora de la Paz. Refugio de los Pecadores, Socorro de los afligidos y Esperanza de todos los mortales. Llena eres de la Gracia de Dios, que te adornó con todas las virtudes; y te hizo purísima y sin pecado concebida; Arca de la Nueva Alianza y Casa de Oro de la Salvación.

El Señor está contigo y te hizo Bendita entre todas las mujeres, digna de veneración y de alabanza, porque eres buena, poderosa, fiel y clemente. Por eso te eligió para que concibieras al Redentor, su hijo Jesucristo, fruto bendito de tu vientre, hasta quien nos guía tu mano y tu aliento.

Santa María, Puerta del Cielo, Madre de Dios, ruega a tu hijo por nosotros, por Sevilla, por estos pecadores que aspiran a verlo algún día, cuando los días se acaben. Oh Señora de la Luz, yo te saludo en esta hora del crepúsculo, cuando la noche, como una metáfora de la eternidad que nos aguarda, comienza a echarse sobre la ciudad; como una advertencia de que debemos estar preparados para librarnos de la ceguera del corazón, de las tinieblas del alma.

Salve María, yo te saludo e invoco, asiéndome fuerte de tu mano para rogarte que mis palabras esta noche broten fuerte y fluyan claras; que este amoroso canto que te dedico, como un ramo de flores que depositara a tus plantas, te sea agradable y de ese modo permitas que, a través de él, pueda elevar mis plegarias a tu hijo, el Señor de la Victoria sobre la muerte y el pecado.

Madre del Amor hermoso que bajo tu cálido manto nos proteges; Pastora Divina que nos guías por las cañadas que llevan al Cielo; Auxiliadora de los afligidos y los tristes que no hallan más que tu consuelo en este mundo; Rocío del Cielo que nos alivias cuando transitamos por los arenales de la desesperación; Estrella de la mañana que a nuestra voluntad alumbra. Bendice a estos tus hijos que te aman y que han venido esta noche a proclamar y venerar tu Santidad y tu Gracia a este rincón de la Gloria que la voluntad del Padre Eterno quiso que hubiera en Sevilla.

 

POEMA INICIAL

Las puertas del mismo cielo
De par en par se han abierto
Si sueño o estoy despierto
En un extraño desvelo
A saberlo aún no acierto
Acudió sin previo aviso
De repente, el Paraíso.
Luz de Gracia y alegría.
Que a la Blanca Andalucía
Ilumina con su haz
Es la Virgen de la Paz.
Son las Glorias de María.

 

SALUTACIÓN

Hermano mayor y Junta de Gobierno de la Real y Fervorosa Hermandad Sacramental del Señor San Sebastián y Nuestra Señora del Prado y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Victoria y María Santísima de la Paz.

Señoras y señores, amigos todos.

El que esta noche os habla es un simple nazareno de tramo, un penitente de cirio, un pecador indigno seguramente de proclamar ante vosotros las glorias de la Virgen María. Sin embargo, más indigno aún hubiera sido negarse a hacerlo cuando fui invitado para ello por el hermano mayor de esta corporación, tan querida para todos los sevillanos, mi buen amigo Santi Arenado. Por eso accedí a su gentil invitación. Por eso, y porque sé que estar aquí en una noche como ésta es acaso lo más parecido que pueda haber a estar en la gloria. Y aunque no me lo merezca, yo también quiero saber qué es eso. Y ahora lo sé. Mirad a vuestro alrededor. Ya me diréis si estáis o no en la Gloria.

Os confieso que durante días me sentí abrumado por el encargo. No soy hombre de pregones, aunque el currículum que al respecto las circunstancias me han organizado parezca decir todo lo contrario. Lo cierto es que a un amigo no se le dice que no. Además, puestas boca arriba las cartas de la amistad sobre la mesa. Hay también otro detalle que hace que me sienta tremendamente honrado al pronunciar este pregón. Es el hecho de que su primera edición corriese a cargo de alguien por quien siempre sentí un afecto especial. Mi gran amigo Enrique Esquivias Franco, a quien el Señor del Gran Poder se llevó al Cielo hace unos años, seguramente para tenerlo resguardado, muy cerquita del manto blanco de su Virgen de la Paz.

Blancas eran precisamente las velas de los barcos que hace tres mil años se recortaron sobre el horizonte de un río todavía sin nombre al que, andando el tiempo, llamarían Guadalquivir y que entonces se reunía con el mar cerca de donde hoy está la Villa de Coria. La Coria de los albures y la de Rogelio Sosa. Navegantes fenicios pilotaban aquellas naves, dice la Biblia que enviadas por el Rey Salomón. Varios cientos de años hacía que en estas tierras no había nadie, la soledad más absoluta presidía sus días y sus noches.

Cuando desembarcaron no lejos del sitio en el que ahora estamos, llamaron al lugar donde habrían de asentar su campamento con un nombre que habría de ser premonitorio: Spal; nombre que todavía sigue llevando, pues de esa palabra deriva la que ahora se usa para llamarlo: Sevilla.

No hace mucho los investigadores han logrado averiguar que el significado original de ese nombre era ‘La Isla del Señor’. Eso quería decir en lengua fenicia Spal y eso, por tanto, quiere decir el nombre de Sevilla. Algunos querrán ver en este hecho una mera casualidad, pero a quienes creemos en que no todas las cosas ocurren porque sí, descubrirlo provoca que un escalofrío nos recorra, considerando el sentido que desde hace muchos años tiene para nosotros, los sevillanos, esa expresión, el Señor. No. Seguro que no fue casualidad. Para los devotos de María, las casualidades no existen. Y no existen, porque tampoco puede ser casualidad, sino causalidad, que aquella isla del Señor acabara convirtiéndose en las entrañas de este rincón del mundo que al cabo de muchos años habría de ser bautizado como la Tierra de María Santísima.

Como a fe que tampoco puede ser casualidad que esta noche, precisamente esta noche, una ola de ilusión y alegría esté recorriendo la ciudad, llenándola entera de los colores blanco de la paz y rojo de la sangre. Los colores de la humildad y la pasión. Los colores que llevan en sus hábitos los nazarenos del Señor de la Victoria. Sé que la gloria que proclaman esas banderas nada tiene que ver con la que aquí nos ha reunido, pero qué casualidad.

Por eso os invito a que os fijéis a partir de ahora en cualquier detalle, por nimio que os parezca, de vuestra vida cotidiana. Veréis lo fácil que resulta advertir en muchos de ellos la mano de Dios, la intervención de, sí, el Señor. Del Señor, y de su Santa Madre.

Definitivamente, no pudo ser casualidad que hace tres mil años, mil antes de que aconteciera el prodigio de la ingravidez de una virgen, joven y virtuosa de Nazaret, en el lugar del mundo donde más la acabarían amando y venerando, se fundara una ciudad a la que se pondría por nombre el mismo con el que sus devotos invocaríamos al hijo que habría de ser el fruto de su vientre bendito.

Los milagros de María comenzaron pues mucho antes de que ella naciera. Mil años antes de venir al mundo, la Virgen obró el primero de ellos. Y ese milagro fue Sevilla.

 

MAYO EN SEVILLA

Envuelto en la azulada ráfaga de las jacarandas, transita el mes de mayo por el calendario sevillano; es el mayo de las primeras calores y de los últimos chaparrones; el mayo de los espesos nublados; de esos días blancos de mañanas de una neblina que se confunde con los vestidos de las niñas que hacen la comunión; mañanas sin tiempo que habrán de permanecer para siempre en el recuerdo de quienes en ellas recibieron por primera vez el cuerpo y la sangre de Cristo; de quienes por primera vez asistieron al milagro cotidiano, pero aún así sublime, de la Eucaristía.

Mayo deja escrito en el libro de nuestras vidas capítulos imborrables; y lo hace con la misma grafía, apresurada y nerviosa, de los recordatorios que se estampan en los libros blancos de las comuniones. Mayo escribe nuestra historia con la tinta violácea de las jacarandas sobre el blanco pergamino de los jazmines. Y al fondo de todos esos recuerdos que una mano invisible graba con celo y precisión en nuestra memoria, la constante, eterna presencia amorosa y maternal de la Virgen María. Siempre la Virgen María.

Es el mayo mariano de Sevilla; mayo de las cruces infantiles, de las carretas rocieras, de las procesiones de impedidos; de las humildes cofradías de gloria que recorren las viejas collaciones históricas de la ciudad paseando en triunfo a sus vírgenes; esas vírgenes antiguas cubiertas por el manto de la tradición y la solera a las que rezaron nuestras abuelas y las abuelas de nuestras abuelas. Devociones populares de los barrios, a las que tantos secretos se confiaron y tantas gracias concedieron. Cuánto sabor tienen esas procesiones letíficas, cuánto le dan a Sevilla desde lo extremo de su sencillez. Ellas son las que mantienen vivas unas esencias que no deberían perderse; costumbres y formas que han sido emblema de esta ciudad. Sin embargo, hay quienes, exhaustos por una Semana Santa inabarcable pero omnipresente, al verlas muestran una cierta contrariedad y hasta las consideran prescindibles. No deberían dejarse engañar por esa sencillez que las hace pasar desapercibidas frente a las hermandades de penitencia, no. Es nuestra obligación preservarlas y cuidarlas. De nuestros mayores las recibimos como un legado y en honor a ellos hemos de mantenerlas. Para, como prescriben los Mandamientos, honrar su memoria y, honrándola, honrar también a Dios y a su Santa Madre.

De los árboles caen las flores azules, empujadas por ese mismo destino que se lleva el mes de mayo y a todos nos encamina inexorablemente hacia el Porvenir. Es decir, en Sevilla, hacia la Gloria. Y mientras caen planeando lentamente en ese aire que hace entrar por las ventanas de las casas a media mañana la Gracia de Dios, se cruzan con ecos de voces infantiles que creíamos perdidas para siempre pero que aún siguen flotando ingrávidas en algún lugar de no se sabe dónde. Voces que pueden oírse si sabemos escuchar, aplicando no el oído, sino el alma.

Venid y vamos todos, con flores a María. Están todavía cantando los niños que una vez fuimos en la eternidad de aquella mañana que quedó apresada para siempre en el cofre de oro donde la memoria guarda los mejores recuerdos. El 13 de mayo, la Virgen María bajó de los cielos…. Aunque eso, que también siguen cantando, fue en Cova de Iría, no en Sevilla. Porque en Sevilla a la Virgen no le es necesario tener que bajar desde ningún sitio, pues vive aquí, entre nosotros. Esto puede parecer una exageración, incluso un atrevimiento teológico. Toda una heterodoxa osadía. Pero eso le parecerá a alguien que no sea de Sevilla. Los sevillanos; los que somos de aquí o los aquí decidieron quedarse, es decir, los sevillanos de nación y los de vocación, sabemos bien que no. Y también sabemos que esto no tiene nada que ver con la fe del carbonero ni con nuestra particular religiosidad popular, que puede tener sus rarezas y hasta lo que algunos podrían considerar excentricidades. No. La Virgen vive en Sevilla. Y esto es, simplemente, una realidad que todos alguna vez, seguro, hemos comprobado.

Los sevillanos sabemos además que quien La busca, La encuentra. Si no es Ella quien lo encuentra a él. Porque María está en Sevilla por todas partes, asomada a todos los balcones, presente en todas las fachadas, recorriendo cualquier calle, velando por nuestros hijos, cuidando a nuestros enfermos, confortando a quienes sufren, acompañándonos cada día en nuestra vida cotidiana. Y la vemos, claro que la vemos. La vemos en el color del cielo, en las manos de nuestras madres, en la caricia del viento, en ese rayo de sol que entra por la ventana, en el aroma de esas flores que de repente nos llega desde algún lugar que nuestra vista no alcanza, en la sonrisa venerable de una anciana, en los ojos de una niña que corretea por la plaza de América, en el rumor del surtidor de una fuente, en la verde mansedumbre de las aguas del río, en la Giralda recortándose sobre el firmamento azul, en la serenidad de una tarde y, sobre todo, La vemos, desde luego que La vemos, encarnada en el candoroso rostro maternal, en la blanca y virginal pureza, en la expresión serena, en el milagro de un gesto donde el dolor y la esperanza se abrazan; en la luz radiante que dimana esa cara guapa de mujer sevillana que es capaz de eclipsar al sol de todos los soles cuando en el mediodía del Domingo más hermoso la Gracia de Dios toca con su mano la ciudad para convertirla en un aposento más de la gloria. Miradla ahora. Miradla y decidme si no os sentís ante su presencia; si aquella a quien estáis viendo ante vosotros no es la Madre de Dios. Yo, tal como lo siento, así os lo digo y aquí lo proclamo; Esta que aquí veis es la misma Virgen de Nazaret a la que llamó bendita el Arcángel Gabriel y en la que el Espíritu Santo depositó la semilla del Redentor. La Madre de Dios, si. La Virgen María, Nuestra Señora de la Paz.

Hacia nosotros ha vuelto esos sus ojos misericordiosos para bendecirnos una vez más en esta noche de un mes de mayo que el tiempo poco a poco, otra vez se está llevando. Le quedan ya pocos granos en ese reloj de arena de sus azules jacarandas para dar la hora en la que habrá de volatilizarse y la realidad se troque en recuerdos. Recuerdos que la memoria de este pregonero guardará en el cofre de oro donde conserva los mejores, aquellos que nunca jamás olvidará. El recuerdo de este anochecer en el que pudo comprobar con sus ojos aquello que a los cristianos se nos tiene prometido; que en el Porvenir nos espera la Gloria.

 

EL INFIERNO

Si los cristianos, porque así lo dicta la fe que profesamos, creemos en la existencia de la Gloria, también debemos creer en la del Infierno. La magnanimidad de Dios puede ser infinita para perdonar al arrepentido. Incluso a aquel que se muestra como tal sólo en el postrer hálito de su existencia. Sin embargo, está claro que el destino que tras la muerte aguarda a una vida virtuosa no puede ser el mismo que el que espera a aquella que se deslizó por la senda del pecado.

El Cielo y el Infierno pueden, no obstante, parecer entelequias para nosotros, simples mortales que, atrapados en nuestra carnal envoltura, somos incapaces de alcanzar a comprender aquello cuya existencia se extiende más allá del plano físico, y habita en el territorio invisible de lo espiritual. Mas, tanto de uno como de otro hay en la Tierra rastros que nos pueden hacer entender el gozo y el dolor que se experimentan en cada uno de ellos. Quién sabe, tal vez se trate de pistas o, ¿por qué no? de advertencias.

Si aquí, en esta tibia noche de primavera sevillana, contemplando el sereno rostro de la Virgen de la Paz en la hermosura de este jardín rodeados de encaladas y señoriales casas de singular belleza arquitectónica, podemos alcanzar a sentir, siquiera levemente, esa placentera sensación que nos lleva a decir: aquí se está en la Gloria, también es cierto que a estas horas millares de seres humanos, muchos de ellos cristianos como nosotros, en vez de gozar, sufren. Experimentan una terrible amargura, un dolor insoportable que a buen seguro ha de ser muy parecido a los padecimientos que dicen aguardan en el Infierno a las almas que tomaron el camino equivocado. Sucede que también es posible que tanto nuestro gozo como su sufrimiento sean inmerecidos. Porque si nosotros estamos disfrutando, sin haber hecho nada especial para ser dignos de ello, del privilegio de sentirnos anticipadamente en la Gloria, aquellos otros que ahora sufren acaso tampoco merezcan estar atrapados entre las llamas ardientes del Averno terrenal donde infausta y arbitrariamente se hallan, condenados por la miseria que otros causaron o el salvaje fanatismo de algunos.

Muy cerca de aquí, puede que a sólo unos metros, hay gente que pasa hambre, hombres y mujeres instalados en la desesperación de no tener un mañana, un horizonte, ni siquiera un presente; personas como nosotros a quienes alguna fatalidad hizo caer del tren de la, en cierto modo falsa, prosperidad que disfrutábamos. Para dar con ellos puede que ni siquiera haga falta tener que ir a esos barrios donde se acumula la pobreza, donde es posible presenciar en directo esos dramas que creemos sólo acontecen en ese lejano tercer mundo que nos muestra la televisión como si fuera uno más de sus dramas de ficción, y que contemplamos sin inmutarnos a la hora del Telediario mientras damos cuenta de un generoso almuerzo o una suculenta cena.

Igual que la Gloria, el Infierno también ha instalado aquí algunas sucursales. Hay un infierno económico que podemos ver en los soportales de la calle Imagen cualquier noche, pero también hay en este mundo ahora mismo desatado un infierno de martirio para quienes profesan nuestra misma fe. Cristianos que por el mero hecho de serlo son torturados, degollados, crucificados… No podemos olvidarnos de ellos. Y esta noche, menos que nunca. Sería un horrible pecado limitarnos a proclamar el gozo que sentimos en estas fechas mientras en el mundo hay miles de hermanos nuestros de fe que sufren, perseguidos precisamente por creer en Jesús y encomendarse a la intercesión de la Virgen María. Sería un olvido imperdonable no proclamar esta noche nuestro horror por la situación que atraviesan, por su sufrimiento injustificado e intolerable. Más aún, porque ese sufrimiento está causado por un fanatismo religioso seguramente fomentado por espurios intereses que se aprovechan de la ignorancia y el hambre. Ya está bien. Digámoslo alto y claro. Esta situación no puede tolerarse ni un minuto más. Que en pleno siglo XXI hayan sido martirizados ya más cristianos que en todas las persecuciones del Imperio Romano es una barbaridad terrible e ignominiosa que no puede consentirse; que no puede permitir la llamada Civilización Occidental sin ser señalada por el dedo acusador de la Historia. Porque si intolerables son esas matanzas de mujeres, niños, ancianos, hombres… personas de toda condición por el mero hecho de ser cristianos, más aún lo es el silencio cómplice que envuelve ese genocidio del que muchos no quieren hablar, a pesar de que está pasando todos los días. Y lo peor de todo es que no sólo se tolera tácitamente practicando la cobarde y abominable actitud de mirar para otro lado, sino que algunos incluso lo aplauden. Me pregunto hasta qué punto ha llegado nuestra decadencia como civilización y si esta degradación moral resulta todavía reversible o es ya definitivamente irreparable. Si esto tiene o no vuelta atrás. El cristiano ha de ser sin embargo un hombre de esperanza. Bien lo sabemos en Sevilla. El rostro de la Esperanza puede contener al mismo tiempo el llanto y la sonrisa, pero por encima de todo está su luz. El saber, porque algo nos lo dice en nuestro interior, que siempre habrá un cabo al que poder aferrarnos. Y ese cabo es el de la fe. Por eso debemos confiar en que al final de este sacrificio, de este horror, nos aguarda la Victoria. Una victoria que necesariamente llevará el nombre de la Paz. Mas esa victoria y esa paz no se alcanzarán permaneciendo impasibles. No podemos esperar.

El Cristianismo puede ser la religión del perdón; Cristo, es cierto, nos enseñó a poner la otra mejilla, pero también a tomar el látigo y expulsar a los mercaderes del templo cuando estos faltaron el respeto a Dios. Y me temo que ahora se le está faltando de la peor manera. Los mercaderes del fanatismo están llevando la muerte y la desolación, desatando el infierno en muchas partes de este templo de Dios que es el mundo. No debemos consentirlo. Levantemos la voz y no sólo para rezar por nuestros hermanos, sino también para exigir que sean socorridos. Porque más dos mil años después de que una Virgen concibiera al hijo de Dios en aquellas tierras no podemos dejar que el Demonio se apodere de ellas.

 

DOMINGO DE RAMOS

Si a lo largo de este pregón me he permitido algunas licencias. Abusando de vuestra comprensión, voy a rogaros que me permitáis una más. La última. Cuando, Santi, vuestro hermano mayor me llamó para pedirme que lo pronunciara, lo primero que pensé es que resultaba innecesario. Se trataba de pregonar las Glorias de María y las Glorias de María, en Sevilla, y no digamos en este barrio, se pregonan solas. Ni siquiera es preciso establecer, como hay establecido, un calendario litúrgico para proclamarlas. Las Glorias de María forman parte de nuestros asuntos cotidianos. Y aquí lo hemos visto. Sin embargo, hay días, uno en concreto, donde se hacen definitivamente patentes. Y lo curioso, y lo verdaderamente singular, es que ese día no forma parte del calendario letífico que empieza en la Pascua Florida de la Salud y la Alegría y termina en el íntimo noviembre del Amparo y Todos los Santos.

No forma parte de ese calendario porque en nuestra peculiar Sevilla no hay mayor día de Gloria que el Domingo de Ramos. El Domingo de Ramos es también Domingo de Gloria y hasta Domingo de Resurrección. Ese gozo de aleluya que en el resto del orbe cristiano se reserva para una semana más tarde, aquí lo anticipamos siete días; al Domingo de las Palmas y el júbilo. A ese Domingo en que sentimos el inigualable gozo interior que produce, de amanecida, descorrer los visillos de la ventana y comprobar que el día amaneció azul y radiante. No hay jornada en la que se palpe en las calles de Sevilla la alegría que se siente el Domingo de Ramos.

Y es que aquí, en Sevilla, al contrario de lo que muchos piensan y de lo que dictan ciertos prejuicios, en Semana Santa no conmemoramos la muerte, sino la vida. La Resurrección de un Cristo que, en realidad, en Sevilla, no muere. Todo a lo más que llega es a quedarse, como el Cachorro de Triana, en la frontera del más allá. Entre la vida y una muerte que no ha de llegar. Porque antes de que traspase esa línea sin retorno, Sevilla tirará de él para que se quede en San Lorenzo ejerciendo su Gran Poder sobre cada uno de nuestros días. O aquí, en el Porvenir, anunciando la Victoria de su vida eterna.

Domingo de Ramos en el Porvenir. Va a salir la cofradía de la Paz. ¿Puede haber algo más bonito, una ilusión más grande en Sevilla? La luz de un sol recién nacido a una nueva primavera todavía intacta, baña la fronda del Parque de Maria Luísa, donde un año más vuelve a recrearse el mito del Jardín de las Hespérides, aquel paraíso al que Salomón envió sus naves en busca de plata y miel.

Blancas, como las velas de los barcos de aquellos colonos fenicios que bautizaron esta ciudad con el premonitorio nombre de La Isla del Señor son las túnicas de los nazarenos que se encaminan desde todas las direcciones hacia el templo de San Sebastián, como flechas que apuntaran al destino más cierto. Allí les aguarda en su trono de plata de Tharsis la Virgen de la Paz. El semblante sereno y la procesión por dentro. Por fuera, la multitud ilusionada y alegre. Suenan las cornetas anunciando que es la hora; los cascos de los caballos retumban sobre el pavimento, como los corazones dentro del pecho; un globo de gas se escapa de las manos de un niño y se eleva hasta los cielos que una vez perdimos y con los que hoy nos volvemos a reencontrar. Allá en lo alto, el globo semeja una condecoración que el azul del firmamento luciera orgulloso.

De repente se han abierto las puertas y uno no sabe si la luz entra o sale del templo. Porque si el sol refulge, más lo hace la cofradía, más lo hace la ilusión que los rostros reflejan contemplando lo que asoma ya por las puertas. Si, hoy es el gran día de gloria de la ciudad y éste es el momento en que esa gloria se hace definitivamente visible, como un estallido general de felicidad. Está al fin sucediendo aquello que se llevaba todo un largo año esperando. Ya va la primera camino de la Campana. Ya es Semana Santa. Ya está Sevilla proclamando la vida, la Gracia de Dios y las Glorias de María.

Y llega la hora en que suena el martillo, tiemblan los varales y el palio se eleva. Y poco a poco, casi imperceptiblemente, como si fuera la luna de Nissan que estuviera asomando por el horizonte, como ahora asoma esta luna de mayo tras el tejado de la iglesia, el paso busca la calle, saludando al fin a una multitud expectante y, paradójicamente, silenciosa que asiste al momento con un pellizco en el alma. Ahí están otra vez, junto a ellos, todos los que se fueron; aquellos que les enseñaron a paladear la belleza de estos instantes inigualables de emoción y sentimiento. Y vuelven a sentirse tomados de la mano por aquel que los enseñó a caminar entre las viejas callejas de Sevilla. Están viendo salir la cofradía de La Paz y se sienten… en la Gloria.

Luego, cuando el paso haya terminado de franquear el dintel del templo y la banda salude el acontecimiento atacando los sones del himno nacional, como si fuera un desahogo por los contenidos anhelos de tan larga espera, la multitud prorrumpirá en una salva de aplausos mientras los costaleros irán meciendo a la Virgen, acunándola, dando consuelo a su aflicción; ofreciéndole todo el cariño que una Madre buena merece.

Por la calle del Río de la Plata -que buen nombre le pusieron- fue discurriendo la cofradía y ya también se va perdiendo de la vista el paso de la Virgen de la Paz. Como una argéntea ola que avanzara hacia un mar invisible, a su cola va dejando una estela de nostalgia. Ante ella, la ilusión, la alegría; tras ella, la nostalgia, la melancolía. Tan cerca están las unas de las otras en Semana Santa. En la gloria esquiva y fugaz que alcanzamos a rozar en esos días, acaso como un sorbo que el Altísimo nos diera a probar para que supiéramos lo que nos aguarda al cabo de la vida, para que supiéramos por qué merece la pena seguir a Cristo y a su Santa Madre.

La Semana Santa también nos hace tomar conciencia del pasar inexorable del tiempo; cada una de ellas es un capítulo más que se termina en el libro de nuestra existencia; la vida que se encamina hacia esa incógnita que en otros sitios llaman Porvenir, pero no en este rincón blanco de Sevilla, donde bien sabemos que el Porvenir que nos aguarda es la Gloria prometida. La Gloria de María. Esa gloria que aquí esta noche, igual que todas las noches, se puede sentir sin necesidad de esperar a que se agote el tiempo que nos concedieron al nacer. Si lo merecemos, no lo sé. Lo que sí sé es que debemos dar gracias por tener el privilegio de poder sentirla. Por saber que en la quietud de este hermoso y oculto jardín de Sevilla acontece a todas horas un milagro. El milagro de poder tocar el cielo en la Tierra. Un milagro que obran las manos más hermosas que hubo nunca en este mundo. Las manos de la Virgen María.

El Porvenir es presente
La gloria eterna, un instante.
Todo cuanto era importante
Es ahora indiferente
Aquí ante ti, frente a frente
El edén no es un anhelo
Este jardín es el cielo
Colmado por tu belleza
Cuán sencilla es la grandeza
Blanca de gracia en tu faz
Señora de Nuestra Paz
Bendita sea tu pureza.

He dicho.