Dicen que poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces, que sin memoria no soñamos lo que un día vivimos, lo que en imágenes se narra, lo que solo quedará por escrito, dibujado o fotografiado en un instante.

Cuando las campanas de la Giralda resonaron a las cinco de la tarde de aquel uno de octubre, La Paz comenzó a contar su historia a golpe de emociones escritas a fuego en la piel de sus hermanos. Relojes que se retrasaron al tiempo del sueño de unos jóvenes de la posguerra, al anhelo de un Porvenir convertido en blanca corona cuando el otoño despuntaba.

Así arranca esta historia que tuvo como final el cansancio del deber cumplido. “La Giganta” puso su techo al palio que la Virgen de la Paz inventa en cada calle. Placentines servía como marco perfecto, el público que nunca dejó de arroparla iniciaba su camino que llevaría a esta coronación a los libros de historia de la ciudad, al recuerdo imborrable de un Domingo de Ramos orgulloso de haberse conocido de nuevo.

La Avenida era una serpiente de colores que antecedía a la imagen. A fuerza de marchas avanzaba valiente hasta alcanzar el Ayuntamiento en un instante irrepetible, en una vuelta que los clarines supieron dibujar como cuadro hiperrealista en mitad de un suelo de palacio sanluqueño.

Cuando la Giralda marcó las cinco, la historia se detuvo y La Paz empezó a escribirse con letras de emoción eterna

La ciudad aparecía desbordada, buscaba los rincones del barrio del Arenal, el sol daba paso a la noche que descubría el enigma de la plata sobre el dorado, de la pureza en los reflejos de una candelería que comenzaba a llorar la ausencia de un tiempo que ya no existe, que vuelve a ser efímero.

Apoteosis en Gamazo y Arfe, emociones en el Arco del Postigo, reencuentros en la lonja universitaria a pleno corazón abierto; la Paz se convirtió en un instante absorbido por el imperio del regionalismo cuando las agujas marcaban las doce. La Plaza de España, la cuna de cada hermano del Porvenir.

Ni los más viejos del lugar recuerdan un hecho igual. El parque de María Luisa no daba posibilidad a un hueco más entre la multitud arrastrada por el momento. Sanguino puso su mano en el martillo para que aquello nunca quedara en el olvido, los Clarines volvieron a llorar y el barrio arropó ese final de una medianoche encendida en llamas inagotables. Progreso se convirtió en antesala de vecinos que se reencontraban con su pasado. Allí vieron a la Paz que en Villa Soledad imaginaron, que los Zambrano acogieron casi 80 años después de aquel acto escrito en tinta de oro y papel bordado. Bordadas las diez horas que devolvieron todo a su sitio. Todo fue un sueño, nada existe ya. Solo queda el recuerdo que dejó una puerta cuando la noche únicamente cantaba al tiempo que pasa sin darnos apenas respiro. Carrisi contó que el ser humano necesita la memoria para ser feliz, la razón vuelve a jugarnos una bella pasada. La felicidad bien puede coronarse en plata; el recuerdo que regala un regreso de oro.

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